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Primer aniversario

 

Publico este post hoy, 25 de Noviembre de 2010 a las 16 horas porque se cumple exactamente un año de mi operación. A esta misma hora ya estaba anestesiado y el cirujano inflaba mi abdomen e introducía el instrumental del laparoscopia para seccionar gran parte de mi estómago y dejarme un pequeño tubo. Un año y 88 kilos menos, pronto 89, quiero hacer memoria de aquel día.

Recuerdo que madrugué mucho. Era importante, porque la última ingesta tanto de comida como de agua tenía que ser 8 horas antes de la operación, a las 8 de la mañana. Así que a las siete y pico, recién abierto el buffet del hotel, allí estaba yo, con mis 186 kilos y dispuesto a darle a mi estómago la despedida que se merecía. Recuerdo huevos revueltos, bacon, tostada con mantequilla, embutidos, algo de fruta, unos mini sanwiches que había preparados, una mini napolitana de chocolate, cereales, zumo de naranja natural y café. ¿Cantidades? No sabría decirlas con exactitud, pero recuerdo estar «bien servido».

Después, vuelta a la habitación. Había que descansar. Creo que pude dormir hora y media más, aunque no lo recuerdo bien. Lo que sí recuerdo fue la ducha. Muy esmerada y escrupulosa, para entrar bien limpio a quirófano. Ropa limpia, maleta cerrada y taxi. A la clínica Quirón de Barcelona. Ya conocía el camino exacto, porque el día anterior lo había hecho para ir al banco de sangre a reservar dos concentrados de hematíes por si eran necesarios.

Ya en la clínica, y una vez acomodado, vino una enfermera. Lo primero, toma de constantes. Después, una auxiliar me entregó tres prendas: una bata «de enfermo», de esas que se atan por detrás, unas medias de compresión para las piernas y un slip deshechable. Me vestí con aquello y empezaron los problemas: las medias se bajaban y el slip no me cabía. ¡Pero si iba a una cirugía bariátrica! ¿Cómo era posible que no lo tuviesen previsto?

Pero daba igual, según la auxiliar. No había pegas. Me pidió que me tumbase en la cama y me rasuró la tripa, de costillas hacia abajo. Era una sensación extraña, ya que siempre he tenido ese pelo. Luego, una ducha y vuelta a la cama, esta vez sobre un protector estéril. Me pintaron el abdomen con povidona yodada (Betadine®) y me cubrieron con otro protector. Tenía la sensación de ser una salchicha gigante, bañada en salsa picante y metida entre dos rebanadas de pan de molde.

Tres y media. Despedida de mi madre. Llegaba el camillero. Me puso en la camilla, que por lo que vi era la propia mesa de operaciones, y para abajo envuelto en los protectores, con el camisón de enfermo y una sábana. Las medias se desenrollaban y el slip se había quedado en mi habitación. Además, no llevaba las gafas (soy miope y tengo astigmatismo). Hizo algún comentario de fútbol, no lo se pero es posible que por aquellas fechas se jugase también el Barça – Madrid, aunque mi mente estaba más en los partidos de la Real Sociedad contra el Betis y contra el Real Unión. Hasta en aquel comentario salió el realista que hay en mi interior. Me pasaron a la zona quirúrgica a través de un ventanuco, con un sistema que quitaba las ruedas a la mesa de operaciones y la colocaba sobre otras ruedas con ayuda de unos raíles, algo muy ingenioso. Y a esperar.

Digo esperar porque ¡estaban limpiando el quirófano! «Bien – pensé – al menos estará limpio y desinfectado» y llegó el anestesista con su enfermera. Me dio algo de conversación para amenizar la espera. Le pedí que me pusiese la vía en la mano izquierda y no en el codo, más que nada por comodidad, y me hizo caso. Aunque a cambio, me dijo que me iba a intubar despierto. Así, como suena. Iba a estar consciente, despierto y con un tubo metido por la laringe hasta la tráquea, algo que sólo hacen a gente inconsciente o ya anestesiada. Una nueva experiencia, a la altura de la endoscopia.

Por fin pasé al quirófano. Recuerdo los electrodos, la mascarilla de oxígeno, el pulsioxímetro y el ruido característico del monitor de constantes. También que el anestesista pidió que me quitasen las medias, y que me iban poniendo sueros y algún calmante intravenoso, supongo que una benzodiacepina. «Te vas a sentir como cuando te tomas unos zuritos» me dijo. Ya sabía que era de Donosti, y conocía nuestra tradición del «poteo», los «txikitos» de vino y los «zuritos» de cerveza. Y es verdad, porque me noté un poquito mareado.

Lo siguiente fue lo peor. Anestesia tópica en la garganta, introductor, abrir la boca… y el tubo hasta la tráquea. Un mal rato de náuseas, hasta que vi que retiraban todo y que de mi boca salía el tubo. Es, quizá, la imagen más impactante que he tenido de mí mismo, mirar hacia abajo y ver que de mi boca salía el tubo, y que no podía morderlo porque tenía una goma con forma de donut alrededor. En ese momento vi pasar una jeringa con un líquido blanco lechoso: el Propofol. Le dije adiós con la mano al anestesista…

Por lo que me han contado, no llegaban a ser las 17 horas cuando abrí los ojos. Estaba mareado, algo dolorido, y vi dos ojos claros, los ojos del Dr de Lacy, que me daban la bienvenida al mundo de nuevo. No se qué se siente al nacer, pero si fuésemos conscientes del momento creo que la sensación sería la que tuve yo en ese momento, con la diferencia de que allí no estaba mi madre. Pude intuir una sonrisa debajo de la mascarilla (barbijo para mis lectores argentinos) y unas palabras tranquilizadoras «Ha sido rápido y ha ido todo muy bien». Me pasaron a la cama. Era un peso muerto, nunca mejor dicho.

Me llevaron a la sala de despertar, y ahí empezó lo malo de verdad. Me fui dando cuenta de cómo estaba. Lo primero que hice fue tocarme el pene. No penséis mal: tenía miedo a que me hubiesen sondado, y para mi alivio no era así. Luego, algo en el ombligo. Era algo de plástico, redondo. «Un drenaje» pensé, y acerté. Más tarde me di cuenta de que salía de mi costado izquierdo. Además, había algo en mis piernas: unas medias extrínsecas, con un sistema de compresión gradual, que me hacía un masaje contínuo para evitar cualquier problema de trombosis. Además, llevaba un brazalete para tomar la tensión, el pulsioxímetro y las gafas para el oxígeno.

El anestesista me dio una orden bien clara: ventilar bien los pulmones. Ahí estaba yo, mareado, dolorido y haciendo esfuerzos por expandir el tórax. A ratos me podía la anestesia y me quedaba frito. Pero me habían colocado al lado de la puerta. Era el único en la sala, pero cada vez que acababa una operación venía otro paciente, y armaban todo el jaleo junto a mi cama. Para colmo, no estaba claro si iba a pasar la noche ahí o si me iban a ver bien y subiría a dormir a planta. Estaba estresado. Pedí un calmante, y cuando me lo pusieron noté nauseas. Me vino una arcada, se contrajo mi abdomen y el dolor de todos los puntos, externos e internos, fue de lo peor de mi vida. Por suerte me pusieron otro fármaco y pude dormir más…

Creo que eran las ocho de la tarde, ya de noche, cuando me subieron a planta. Por la cristalera del pasillo vi el Tibidabo, la cama giró y entré en la habitación. Según mi madre soy muy mal enfermo. Estaba furioso, y no le falta razón cuando lo dice. Fueron cuatro horas malas, desde la intubación hasta la llegada a la habitación.

En aquel momento no era consciente todavía, ya que hasta la tarde siguiente no empecé a probar los líquidos, pero ya no tenía estómago. No podía hacer lo que había hecho hacía doce horas, y no podría volver a hacerlo nunca. El gran problema, mi gran problema, mi capacidad estomacal, había desaparecido gracias a una sencilla operación. Estaba confuso, rabioso e incómodo no por la cirugía en sí, sino por todo lo que la había rodeado, pero un año después todo queda lejano y ha merecido la pena.

Un año después, aquí estoy. Como nuevo. Feliz y contento.

JR

PD: Quiero dedicarle esta entrada a mi madre. Sin ella, nada de esto habría sido posible. Eskerrik asko Amatxo.

PPD: Pronto, una foto mía, del antes y el después.